Si tratamos de acercarnos al trabajo creativo de José Herrera, debemos hacerlo en silencio, a tientas. No siempre encontramos “ventanas” para asomarnos. Todo está con neblina.
Pero si tratamos a través de sus obras, “habitar” los espacios, sus vacíos y ausencias, probablemente empezaremos no a encontrar respuestas, sino a hacernos más preguntas. Es ahí, en esas instalaciones, donde se activan relaciones no solamente físicas, dimensionales, sino emocionales.
Algo ocurre siempre en las exposiciones de Herrera, algo que tiene que ver con una cuestión de energía compartida: obra, espacio, espectador.
¿Debemos preguntarnos qué ocurre, qué sucede?
Es sabido que este artista necesita de la naturaleza, el silencio, la soledad y la intimidad para “hacer”. Muchas veces habla de sentirse “médium” y de filtrar sus “cosas” a través de los árboles.
Sus formas primarias siempre limpias, cuidadas, mimadas, en papel o en tres dimensiones, conviven en y con el espacio transformándolo en lugar de reflexión y pensamiento. En espacio de pensamiento se ha convertido con los años el taller del artista.
Podríamos relacionar su trabajo con el Minimalismo por sus formas simples, concepción de espacio, estructuras que se repiten y colores puros. Con el Arte Povera por la utilización de materiales “pobres”, con la filosofía, la poesía, el arte oriental… Un proceso creativo abierto, de matices e introspección que indaga sobre la pureza, lo oculto y la “piel” de las formas.
José Herrera se inscribe en la generación de los 80 del pasado siglo y entre quienes propiciaron la renovación de los lenguajes plásticos del archipiélago. Se establece en ese momento una serie de particularidades que vinculan a las islas, más a corrientes centroeuropeas y latinoamericanas, que a la formalización del resto del estado español.