UN CAMINO, A VECES
¿Por qué, por qué, como si se asomaran a hurtadillas, vienen a visitarme a veces aquellas imágenes, los restos de lo que viví en aquel camino nevado, en la profundidad de febrero, en el acortamiento drástico del año, quieto y como alelado, casi como si el mundo me hubiera expulsado de su entraña y al mismo tiempo como si hubiera entrado en el interior de la más remota entraña del mundo: allí, donde nunca volveré a estar, en la diafanidad de febrero, en la congelación de las orillas, en la altura desprovista de nombre, feraz como un recién nacido, invisible como las pértigas de la más grácil música?
Nada dará nunca respuesta a esto que pregunto, pues de allí no procede ningún nombre, ningún recuerdo firme que pueda sostenerme, y desde aquí no hay conexión alguna con lo que una vez viví, no hay estremecimiento o huella de aquella detención, de aquella –fugacísima– estancia.
Y, sin embargo, a veces, digo, se asoman, sin que me dé apenas cuenta, como rostros de lo que fui, como máscaras intercambiables por un rápido instante, unos pocos fragmentos, ciertas pistas contra el gran despiste en que vivo, irisaciones de un febrero sin sol, de la gran heladura de febrero: todo intacto, las cuchillas de hielo amenazantes en la orilla, el aturdimiento de los meandros, toda esa fuerza devastadora de las cadencias que no comprendemos, más aún, de lo que de alguna manera fuimos a ver y nos vio, fuimos a decir y nos dijo, quisimos parir y nos parió, creímos comprender y nos comprendió –aunque no nos dijera qué somos ni qué sentido tenemos, si es que tenemos alguno.
¿Entonces todo se reduce a un intercambio de papeles, a uno de esos pases invisibles en un juego imprevisto, como si, espectadores a disgusto en una función de pacotilla, nos hubieran invitado a subir al escenario y los actores ocuparan ahora nuestras butacas y se rieran de nuestras ridículas posturas?
Sé que hubo algo allí, en aquel camino al que subí sabiendo que no llevaba a ningún lado –a pesar del cartel que indicaba unos cuantos kilómetros para llegar a uno de esos lugares de nombre indescifrable–, algo que yo debía conservar, algo que debía sentir y algo que debía sacarme de lo que había sido hasta entonces, algo que me decía que nada servía si no era acaso para llegar hasta allí, a un camino en medio de una montaña detrás de un pequeño pueblo en lo profundo de febrero. Algo que se revelaba sólo permaneciendo allí sin decir nada, sintiendo cómo la incorporación a lo desconocido ocurría de forma imperceptible, como esos abscesos que brotan en las ingles de algunos cuerpos y permanecen allí agazapados durante años hasta que un día se revelan como lo que nunca fueron: quistes, tumores, cáncer. […]
Díaz, Rafael-José. De un modo enigmático. Madrid: Ediciones Franz, 2021.
DE UN MODO ENIGMÁTICO: MINILECTURA PROPIA
De un modo enigmático escribí De un modo enigmático. Quiero decir que el libro se fue haciendo sin saberlo. Entre las rendijas de los días, entre las celosías de las horas fueron colándose palabras que yo debía ordenar, flujos de imágenes desordenadas que había que articular, posibilidades de enigmas que era necesario desentrañar para dejarlos brillar de un modo aún más enigmático.
“La oportunidad de descubrir algo” se titula la primera de sus secciones. Aquí hay senderos, aberturas inesperadas, fisuras, barrancos, árboles a la caída de la tarde: todo esto entreabre, por la gracia de la desmesura, la sinrazón de un acceso a lo desconocido. Pero estamos aquí al principio y todo se brinda como una oportunidad. No sabremos nunca adónde llevaba aquel camino que se perdía tras una curva en medio de la tiniebla grandiosa de los Alpes. Jamás se nos dirá por qué el escritor que vivía en una cueva junto al barranco quiso habitar de otro modo. Algo por descubrir es siempre algo que nunca se descubrirá.
Avanzamos así a la segunda sección, “Lugares que no han existido”. ¿Cómo? ¿En serio? ¡Pero si estos lugares figuran en los mapas! ¡Pero si se los menciona por sus nombres, Monte del Agua, Chinyero, el barranco de Almeida! Sí, pero no han existido o lo han hecho tan solo como en un espejo. Son la memoria o la fantasmagoría de la muerte, o incluso el borroso recuerdo de una escritura borrada, lo que les da una existencia que no es tal: tienen nombre pero carecen de extensión, ya no están disponibles para el cuerpo que en esos lugares anduvo y que por ellos se perdió.
“Todo reverbera inquietud”, tercera sección: en los lugares transitados nos acechan nuestros dobles, en los barrios intermedios de una ciudad extranjera sabemos que esa ciudad fue destruida y reconstruida y destruida de nuevo, el paseo por la periferia montañosa de la ciudad nos devuelve transformados a las avenidas principales. No hay forma de escapar de esta inquietud que se ha instalado como un huésped indeseable en nuestras vidas. Los bordes están ahí para producir el roce. Y el roce nos hiere y nos deslumbra. Todo reverbera inquietud.
“Los restos de un altar de obsidiana” se titula la cuarta sección. Nos aproximamos al final de los rituales. Todo se vuelve más complejo, abigarrado, la prosa se enmaraña y se adentra en la maraña. Eso conlleva sus riesgos. Sabemos que puede haber alguien acurrucado en las postrimerías de la ciudad, alguien que nos vigila y, aunque no lo sabe todo de nosotros, podrá decirnos un día lo que hubiera podido ser de nosotros. Restos de disfraces de carnaval se mezclan en la madrugada con arbustos que agita el viento de febrero. Y así, el recuerdo regresa a los altares donde todo fue verdadero, intenso, vívido y fugaz. Esos mismos altares hace tiempo destruidos.
Quinta sección: “Opaca transparencia de los cuerpos”. El cristal se ha empañado. Cuesta ver. Caemos, pero antes de caer brota una letanía de nuestros cuerpos. Nos hemos perdido, por la noche, en lugares de perdición, en parques donde espadas como labios dijeron como quien desenfunda un revólver: ¡la destrucción o el amor! Recordamos a alguien tan huidizo que sigue apareciendo y desapareciendo, muchos años después, por las laberínticas calles de nuestra memoria. E imaginamos una escultura de cristal que contendría en su interior un aleph o un libro de arenas movedizas.
La coda es shakespereana, pues al final de todo está Shakespeare. A lo largo de este libro tan suntuosamente editado por Ediciones Franz, los relatos conviven con los maravillosos dibujos de la serie Desfiladeros del sueño, de Jesús Hernández Verano. ¿Dije conviven? No: se entrelazan, se funden, se entremezclan, de tal modo que ver y leer serán parte del mismo juego demorado. Dentro de cada dibujo hay muchas capas, muchas imágenes dentro de otras imágenes, y en el fondo se entreabre un vacío que permite saltar a otro lugar, un poco más allá, sin que sepamos cómo…