Desde las palmeras III
2020
Acrílico sobre lienzo.
100 x 80 cm.
Tindaya no se toca
2020
Acrílico sobre lienzo.
162 x 130 cm.
Pueblo nocturno
2021
Acrílico sobre lienzo.
146 x 114 cm.
Cuarto creciente
2020
Acrílico sobre lienzo.
35 x 24 cm.
Luna llena
2020
Acrílico sobre lienzo.
35 x 24 cm.
Desde las palmeras VII
2020
Acrílico sobre lienzo.
81 x 54 cm.
Casa rosa con tuneras
2020
Acrílico sobre lienzo.
61 x 38 cm.
Desde las palmeras VI
2020
Acrílico sobre lienzo.
81 x 104 cm.
ISLA, HERMOSO TALLER
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
… hermoso taller el mío: la isla
Manuel Padorno
Hace no mucho, en 2017, el poeta Andrés Sánchez Robayna —también un visitante habitual de los terrenos compartidos por la poesía y la pintura: ahí está, de un año después, su hermoso librito José Jorge Oramas: el tiempo suspendido— y el profesor Fernando Castro Borrego pusieron en pie, si puede decirse así, la exposición Pintura y poesía. La tradición canaria del siglo XX.
Esta exposición, junto al catálogo que la acompañaba, constituyen la que a fecha de hoy quizá sea la exploración más exhaustiva y profunda de los motivos simbólicos, los elementos arquetípicos y recurrentes, y naturalmente de las obras y las personalidades de quienes contribuyeron a hacer de las Islas Canarias algo distinto de un mero enclave más o menos aleatorio de ciertas maneras artísticas universales: algo cercano a una mitología y a una mitografía estéticas radicadas en un espacio concreto. Los autores recordaron por eso el “solar atlántico” del que había hablado el poeta modernista Alonso Quesada y muchos otros lemas o divisas que atestiguaban de esa dimensión simbólica que en la obra de los artistas modernos y de vanguardia habían llegado a alcanzar algunos elementos materiales —Y por eso echaron mano del famoso La poética del espacio, de Gaston Bachelard.
Así pues, y según mostraron con largueza los comisarios de aquella exposición, la insularidad canaria había tenido, y tiene, como quizá muchas otras realidades geográficas, además de su condición empírica, la de ser un lugar para el arte y la poesía, fundado por ellas en estrecha vinculación con su realidad material. Es decir, una autoctonía estética, que por lo demás se fue construyendo en mutua dependencia con la universalidad de las formas artísticas. “De poco servirían esas imágenes —escribía Sánchez Robayna—, en un sentido amplio, si tuvieran sentido únicamente en el interior de un contexto cultural y si sólo permitieran una lectura exclusivamente local”. Y es por eso por lo que esa dimensión simbólica universal de los elementos más definidos por el diccionario plástico y poético insular —palmera, roca, otero, mar, horizonte, luz, pita, camino, volcán, azotea— con el que los artistas y los poetas urdieron sus obras, se nos hace legible a los foráneos. Y además —aún más importante— es así como esa dimensión simbólica de la estética insular puede ser experimentada y, por tanto, expresada como lenguaje por quien no pertenece en origen a eso que Sánchez Robayna llamaba el “contexto cultural” o la “lectura exclusivamente local”.
De hecho, desde la vocación cosmopolita —aunque fuera de viajeros inmóviles— de los poetas modernistas Alonso Quesada o Saulo Torón o Tomás Morales y sus versos tantas veces situados a pie de puerto en el momento de la partida de los buques, a los encuentros personales de los surrealistas Pedro García Cabrera o, quizá como ningún otro, Agustín Espinosa con los protagonistas parisinos del movimiento, la dicha insularidad estética no invoca tanto un localismo o vernaculismo (que, cerrado en su contexto, resultaría impronunciable e incomprensible a los ojos extraños) sino digamos que la manera particular de pronunciar palabras comunes con el acento intransferible de un lugar en el espacio.
Nacida en A Coruña, recién terminados sus estudios de Arte en Madrid la pintora Greta Chicheri se asentó en 2005 en la isla de Fuerteventura y es el ejemplo más elocuente que encuentro hoy de esa universalidad de un lenguaje simbólico que, como el insular canario, está lejos de ser algo transmitido por la sangre —o sea, que no pertenece a la raza, ni a la etnia, ni al pueblo— como ocurre con todos los lenguajes que se cierran en sí mismos y en su particularidad, sino uno al que se accede por la experiencia del arte y la poesía, permitiendo así a los ojos que vienen de lejos —como los de Nuria Vidal en Lanzarote— leer sus imágenes, y al repertorio local expandir su riqueza en nuevas y fecundas modulaciones.
Y no es que hayan faltado en esa tradición moderna y de vanguardia inspiraciones vernaculistas o, como se decía entonces, indigenistas; muchos de los artistas que pasaron por la célebre Escuela Luján Pérez, de Las Palmas, al final de los años 20 del siglo XX, militaban, en realidad, en ese “retorno a los orígenes” (también un determinado Manolo Millares particularmente “guanchista”): Juan Ismael, cantor de Fuerteventura, mediante formas y maneras que declaran su cercanía a los de Vallecas; Felo Monzón, evocando muchas veces a Maruja Mallo, o Plácido Fleitas, se manifestaron en esa cuerda. Pero el sentido mayor de sus obras depende inevitablemente del encuentro entre esa intención y su expresión en formas surrealistas, realistas o abstractas, es decir, y una vez más, universales.
O en formas más o menos mágico-realistas o novo-objetivas, como fue el caso del pintor quizá más puro, más decantado, más esencial, con el que tengo ahora el antojo de asociar las pinturas que veo de Greta Chicheri: José Jorge Oramas.
El pintor grancanario, cuya familia no obstante procedía de Fuerteventura, fue como se sabe el autor de unas setenta pinturas, las que le dio tiempo a rematar en su breve vida de veintitrés años. Pero en esas pocas obras logró la acuñación de un lenguaje; un lenguaje que en efecto debía muchas cosas a las maneras que el libro de Franz Roh Realismo Mágico. Postexpresionismo (1925) había difundido en la Escuela Luján, en la que Oramas había ingresado en 1929. Muro, luz, pita, otero, roca, camino. Sombra, risco, insolación. La luminosidad reverbera en los pequeños lienzos de Oramas y sin embargo ellos me tienden un paso de puente hacia las nocturnas pinturas de Greta Chicheri, que ha sabido deletrear y luego comprender y pronunciar el lenguaje de esa estética limpia, aristada, sintética. Los muros sucintos y recortados de las construcciones populares desparramadas por la isla (como en las pinturas extraordinariamente decantadas en las que es preservada hoy la pureza oramasiana, de Luis Palmero); su apilamiento en condensaciones o dominós de cubos y dados, como los de una arquitectura infantil (que me recuerdan ciertas pinturas actuales y kleeanas de Sabine Finkenauer); las sombras de la luz de la luna sobre esos muros rosados; los planos recortados de esas construcciones, sus volúmenes espectrales; las arcadas vacías, solitarias, chiriquianas (que sin querer avivan el recuerdo de otro compañero de galería: Alberto Pina); el horizonte nocturno de las sierras contra un cielo de bruma; la “gran geometría de horizontales”, que decía Agustín Espinosa en su célebre —y tan cercano a la pintura exacta de Oramas— Lancelot, 28, 7o; los recortes y pliegues de las laderas (en imágenes que ahora atraen la memoria de otros paisajes de Chema Peralta o, más lejos, de Perico Salaberri)…
La luz, sin duda, es una de las palabras fundantes de ese diccionario de las imágenes canarias. La dureza, la crudeza de la luz que corta. Pero Andrés Sánchez Robayna nos ofrecía también una particular redención de la oscuridad y de la noche en esta latitud del arte y la poesía: “Pero también la falta de luz —decía—, la oscuridad, lo que podría llamarse la versión nocturna de la luz (…) hace su aparición”.
Juan Ismael y Óscar Domínguez —hoy, Ángel Padrón— pronunciaron la noche en el marco de estas coordenadas insulares. Las pinturas últimas de Greta Chicheri viven la noche, la cantan con palabras pulidas, desnudas, monosílabas. La soledad, la lejanía de las aldeas en la noche. Su silencio. El invisible mar.