Las estribaciones occidentales de Cydonia
En las treguas de La Parda más de uno ha aparecido en la iglesia, en la taberna o en el burdel jurando haber escuchado gritos de ahogo en las cunetas. «Puede ser mentira porque La Parda lo enloquece a uno, y puede ser verdad porque lo sepulta todo sin compasión», comentan desde hace tiempo en los antros llenos de bandidos bizcos, prostitutas y camperos, como si una tormenta de arena fuera un animal perverso, un monstruo. Eso de sepultarlo todo sin compasión ahora lo entendía al dedillo Chaco, que llegaba de los cortijos de Mangala de ma-tar a Ramón Brulote por las burlas feas que, durante la fiesta de los difuntos, había hecho con el nombre de su mujer: Emilia Pico Rojo.
—Cosas que son necesarias. El honor es el honor —, le dijo Chaco a Emilia antes del amanecer, mientras se preparaba para salir. Después de vestirse con los tejanos azules y la camisa de cuadros púrpura, abrochó el cinturón y, junto a la puerta, encendió la lamparita de la consola, abrió el cajón inferior y sacó un paño negro. Usando el paño tomó un antiguo cuchillo de bronce con mango de marfil, lo fajó y se miró a los ojos del espejo:
—A lo mejor así hasta para de caer arena —, bromeó antes de abrir la puerta.
Casi dos horas después del asesinato, Chaco detiene la camioneta junto a un hombre que hay en uno de los puentes del Barranco de Santa Lucía.
—¿Qué hace ahí?
—…
La Parda se revuelve como un buey moribundo sobre el pueblo y el viento parece que quiere confundir hasta los puntos cardinales. El tipo del puente está alongado y conel sombrero en la mano izquierda. La postura es la de alguien que busca en el fondo del barranco. «Igual perdió el rebaño», piensa Chaco después de suponer que es un cabrero.
—¿Me escucha? —dice Chaco con voz firme. Seguidamente baja un poco más la luna hasta dejar espacio suficiente como para ser escuchado sin que la molestas ráfagas de arena se cuelen en la camioneta, e insiste:
—¿Me escucha?
—Ya ni siento la tierra —dice el hombre. La cara es morena y el mentón parece hundido, aunque oculto tras una canosa barba de apariencia áspera. El chispazo negro y vibrante de aquellos ojos le trae a Chaco la imagen del abuelo, que también tenía la extraña habilidad de hacer que los ojos brillaran, sentado con la pipa de millo en una mecedora de la antigua casa de Pavonis, a siete jornadas de camino rumbo al sur.
—Suba, buen hombre —dice Chaco con media sonrisa y un aguijón de remordimiento en el fondo del pecho, exactamente donde cruje el humo cuando fuma durante horas los días que juega en la taberna de Fran y bebe hasta pegarse con cualquiera. Por eso, por el picoteo del aguijón, detuvo la camioneta azul en medio del puente. El cuerpo le pide hacer algo bueno como bajar la luna y ofrecer transporte a un extraño.
—Como quiera usted. ¿Me meto detrás? —dice el tipo.
En el remolque azul la arena supone una carga de varios kilos.
—No, véngase aquí.
Chaco quita el seguro y le invita a tomar asiento. El hombre se encorva y sacude el sombrero.
—Me llamo Felipe Bautista, Chaco para todos. Vengo de… de los cortijos —dice.
Luego guarda silencio, tose y rectifica mediante una mentira. Decir que viene de los cortijos significa revelar que estuvo en Mangala, donde un cabrón fue apuñalado por la espalda…
—Vengo de Ophir, de cazar cigarrones, ya sabe, para que la parienta prepare bichos fritos. Allí no hay mucha arena y lanzar la red es más fácil que aquí, que no ha parado…
—¿Y no tienen mucha cáscara? —dice el viejo.
—Mi Emilia los churrusca bien y los macera en tomillo y chili y zás… una delicia.
La camioneta atraviesa la espesura roja y gira a la izquierda para bordear el contorno del Barranco de Santa Lucía. Luego, dejando tras de sí una polvareda teñida por las luces, se adentra en la carretera que enlaza con el pueblo. Los dos guardan silencio cuando el vehículo se introduce en las primeras calzadas, construidas, según Graciela Luz, la mujer más longeva de la región, sobre las ruinas de una villa de mármol que gozó su momento dorado siglos atrás, cuando los apellidos eran clanes.
—¿Y usted qué hace aquí con este tiempo? —dice Chaco al ver cómo le brillan los ojos nuevamente.
—Soy de lejos. Por lo que veo soy de lejos. De más allá de las sierras que hay al oeste.
—¿Qué sierras? Yo no veo nada. Todo está…
—¿Eso, al fondo, no son montañas? —Eso es arena, buen hombre, nubarrones de arena del tamaño de montañas. Allá sólo hay desierto.
—Ahhh, pues sí, pues entonces sí vengo de bastante lejos.
—¿Le puedo decir una cosa?
—Dígame.
—Me recuerda a mi abuelo. ¿Usted es de Pavonis?
—¿De dónde?
—Pavonis. Lo decía porque tiene los ojos… Nada, da igual.
De pronto Chaco se traga lo que va a decir. Confesar a un desconocido que los ojos le recuerdan a los del abuelo materno es impropio.
—¿Y qué tal la cacería?
—¿Cacería?
—Los cigarrones, digo.
—Ah, sí, bueno, no, no vi ninguno. Falló, falló la red —balbucea Chaco, nervioso, con el aguijón clavado cada vez más dentro, como una púa de erizo que se hunde cuando se intenta extirpar.
—Oiga, ¿y este pueblo… este pueblo cómo demonios es que se llama?
El viejo mira los tejados de pizarra y las verjas puntiagudas de La Casa del Coronel, a la izquierda.
—Se llama el jodido pueblo donde la arena va a tragarnos. Mire, mire para ese rebumbio de ramas de detrás de la iglesia.
—¿Y eso qué es? —dice al descubrir la tenue forma de una construcción de la que salen y entran hileras de personas vestidas con ropajes gruesos para evitar los latigazos del viento.
—Los de aquí, que preparan un arca por si la historia se complica. Cosas del padre Rafael, que perdió la cuenta de los años y ahora cree que se nos viene el fin del mundo y se dedica a congregar fieles para hacer disparates. Que si las trompetas, que si el advenimiento, que si los bautizados… De todos modos, en caso de que la tormenta se complique, que lo dudo, ¿cómo cree que va a echar a correr ese cacharro por las dunas?
—Aquí se han cometido muchos errores —dice el viejo, sentencioso, fijando de nuevo la mirada al frente, como si el cuerpo se adelantase a la pronunciada curva que se introduce en Colomera, donde está la taberna de Fran, y llega hasta las tierras de Enrique, primo de Emilia Pico Rojo.
—No, no es eso —, dice Chaco sin pensar—. Aquí hay mucho bruto… Por estas lindes hay mucho bruto…
La Parda, extendida sobre la región como un hocico de perro gigante, se ajirona para dejar un trueno sobre el desierto, al noreste.
—En sus condiciones no debería decir esas cosas de un cura, el cura hace lo que puede.
—¿Condiciones? ¿Qué condiciones?
—Lo que hizo usted antes—el corazón de Chaco se sobresalta —, eso de cazar cigarrones…
—¿No le gustan los bichos fritos? A los de fuera les resulta un poco raro, pero con tomillo y chili, zás, ¡están riquísimos!
Chaco visualiza mentalmente el paño en la guantera y el cuchillo envuelto y, algo incómodo, dice:
—Hay tanto bergante ahí fuera que es conveniente saber de dónde es la persona que uno tiene al lado, no vaya a resultar que nuestros parientes anden con rencillas o nuestros padres sean primos o vaya usted a saber, ¿me entiende? Por eso me gustaría que me dijera de dónde es.
A la última frase Chaco le concede un énfasis especial, frío y brusco. Al fin y al cabo ese tipo es el recién llegado, el acogido, el que tiene que dar explicaciones.
—No sabría decirle. ¿Hacia el oeste qué hay?
Para Chaco aquella confusión reafirma que el viejo está medio loco o muy mareado por La Parda. Entonces sonríe. Un desmemoriado será muy útil de cara a lo que se le viene encima. En cuanto el medianero encuentre el cadáver de Ramón Brulote junto a las cochiqueras dará la voz de alarma y el pueblo recordará entonces lo sucedido hace pocas noches durante una tregua nocturna de la arena, cuando el bestia de Brulote hizo burlas sobre Emilia.
—En el oeste sólo hay desierto —dice Chaco después de sonreír— ¿Tiene dónde pasar la noche?
—No tengo, no…
—Pues a la intemperie no se va a quedar, ¿no?, y le noto cansado, ¿verdad?
—Algo sí.
—Pues véngase a mi casa. Aquí seremos lo que seremos, pero acogemos a los perdidos…
Chaco adelanta una mano para abrir el cenicero y tomar dos cigarros impregnados en ceniza. Invita al viejo, que acepta. Luego señala la caja de cerillas, en el hueco junto a la palanca de cambios. Ambos fuman.
—Pues lo dicho, se puede quedar en mi casa. Tengo un techado junto a los caballos que da algo de calor.
—¿Cobra? Porque si cobra, yo…
Chaco se inquieta al sentir que alguien, a través de los ojos diminutos, más de conejo que de hombre, lo ve y susurra que Ramón Brulote tiene rencillas inmemoriales con un tal Chaco, y que ese tal Chaco estuvo hoy cerca del cortijo al amanecer. Chaco, no obstante, piensa que es imposible que alguien pueda ver a través de los ojos de alguien. Respira hondo, se sobrepone y prosigue, pensando que el forastero le vendrá bien para, llegado el momento, inculparlo.
—¿Cómo voy a cobrar por el hospedaje? Esto es un buen hacer de uno y de mi Emilia, claro.
—Entonces muchas gracias.
Apaga el cigarro a medio fumar en el cenicero y coloca las manos sobre las rodillas. Los dos permanecen en silencio hasta que la camioneta hace por calarse en un montículo. Después de un cambio de marcha continúa. Las tierras de cultivo, en barbecho desde hace dos décadas, dan paso a las últimas chabolas que vienen a morir en los Valles de Noctis.
—El pueblo ya se acaba. Yo vivo al final. A unos doscientos metros de mi casa están los desfiladeros… ¿Ha estado en Noctis? Dicen que allí no hay nada. Y yo, por más que miro, sólo veo la roca pura del cañón.
Llegan a la casa mientras otro trueno de polvo, salido del vientre de La Parda, desquicia los gaznates de los perros de Luis Prudencio, el guardián de lindes. En la azotea de doña Erminia algunos de los numerosos sobrinos achican las dunas con baldes y en la taberna de Fran los resentidos y los resignados se lo beben todo como siempre, cagándose en la maldita arena que, como por arte de magia, aparece en el fondo de los vasos.
El viejo, detrás de Chaco, camina como alguien alto y tímido, pero también torpe. Al leer la dirección en el buzón herrumbroso se detiene y susurra palabras incomprensibles. Luego se agacha y toca el suelo como si comprobara la dureza.
—¿Ya comió?
—No, no tengo ganas.
Entra en el portal y sube la escalera, confuso. La Parda lo arrojó a miles de kilómetros de su hogar, una choza que se levantaba bajo un inmenso cardón amarillo en las estribaciones occidentales de Cydonia, donde la gente conoce el futuro. Por un instante quiere decirle a Chaco que nunca lo detendrán por el asesinato porque esta noche la arena sepultará el pueblo y la región, pero decide callarse. Cada cual con su demonio.
Barreto, Sergio. Las estribaciones occidentales de Cydonia. Ediciones Franz, 2020.
Las estribaciones occidentales de Cydonia es también el título de uno de los siete relatos de este nuevo libro de Sergio Barreto (Tenerife, 1984), quien ya ha publicado con anterioridad poesía y novela, con merecido reconocimiento. Son relatos oscuros, algunos literalmente, porque se ha exigido la prohibición de la luz, pero de todos emana una penumbra que se agazapa en el interior de los personajes, los cuales habitan atmósferas inquietantes, incluso fatídicas, que ellos han asumido como algo natural. En estos cuentos ocurren sucesos, sí, aunque su esencia es más psicológica que narrativa; incluso cuando están contados en tercera persona, lo importante no es lo que acontece sino los impulsos y motivaciones humanas.
Las historias surgen de entre las ramas de la neurología y coquetean con lo irreal. El fin justifica los medios en «La pata superior izquierda del reptil»; «La ruta de las montañas» retorna del futuro pasado, siendo el único relato en el que se puede reconocer un marco temporal; los demás cuentos fluyen desde las brumas de la ficción, entre sentimientos de culpa («El diván asiático»), deseos de venganza («Las estribaciones occidentales», «El próximo personaje») o solo deseos («Según Ilianna»).
Nota de Ediciones Franz