Mucho más apegado emocionalmente a su madre que a su padre –al cual, en verdad, conocía más bien poco– Jerónimo gustaba de acompañarla, siempre que sus obligaciones educativas permitíanselo, a dar largos paseos por las bulliciosas calles de la ciudad aprovechando el calor del sol de la tarde que, en cuanto empezaba a ocultarse ya no había cristiano, confeso o renegado, que aguantara tal frío. Solían ir juntos también a misa, aunque Ana de Rojas, en verdad, muy beata no fuera, mas quería que todo el mundo en ambas Villas fuera testigo presente de cómo Dios, en su infinita bondad, había perdonado los pecados de esa familia. Así que los domingos, y en fechas señaladas, vestía a sus hijos con sus mejores galas y ahí que iban los tres, calle abajo hasta la parroquia de Los Remedios, bien tempranito, para coger sitio, que la bancada era escasa y en seguida llenábase.
Y en estas que nos encontramos (¡ah, nobles caballeros!) en fecha próxima a los acontecimientos que narrarles pretendemos, que a punto estaba el otoño de sembrar las calles con hojarascas de muy diversos colores, que ya era casi mitad de septiembre, y el verano hacía por irse con sus calores sofocantes cuando, como cada año, la ciudad engalanábase para celebrar una de sus fiestas más importantes, la que homenajeaba a su Cristo, al Cristo de La Laguna.
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Y de nuevo estando en medio de una multitud de personas, sus miradas buscáronse entre el gentío y sin dificultad se encontraron. Y con la mirada una sonrisa, y con la sonrisa un latido de amor que a los dos el corazón les regaló. Los bardos, en sus cantares, dirían que más que amor fue pasión desenfrenada porque el ardor que transmitían sus miradas, tanto la de uno como la de la otra, tanto la de Jerónimo como la de Úrsula, justificaba la existencia de la poesía en sí misma.
Diréis que exagero, mas en verdad os digo –como hay Dios en el cielo, y como el diablo habita en el infierno– que no hubo en la tierra dos amantes más enamorados. Así me lo contaron los que así lo vivieron y así os los cuento yo que voy intentando no dejar en el tintero nada que no esté casado con la verdad, con la verdad que ellos sintieron.
Fue fácil aprovechar un descuido de doña Leonor y de sus hermanas para escaparse de allí e ir hasta donde nadie los viera, para hablar de sus cosas y permitir al amor jugar con sus certezas.
– Llevadme a ver el mar, Jerónimo. Nunca lo he visto cuan grande es –le dijo conteniendo las vergüenzas que tal verdad ocasionábanle.
Sin extrañarse lo más mínimo de que alguien, aun viviendo en una isla, pudiera no conocer el mar, Jerónimo tomó a Úrsula de la mano y ambos corrieron hacia la zona alta de la finca, junto a los molinos de agua. Desde allí, tras atravesar una espesa área casi boscosa, el horizonte abríase en toda su majestuosidad.
Fonte, Jorge. Llevadme a ver el mar. Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea, 2021.