III
Durante la fiesta
siempre puedes más.
Otra copa,
otro baile,
otro cigarrillo.
Aunque te duelan los pies.
No hay prisa,
mañana es domingo.
No hay reloj,
nadie te espera.
Puedes ir a desayunar
a un bar de mala muerte
porque el hambre puede más.
La resaca,
en cambio,
te paraliza.
Encadena al sofá
un cuerpo que nació
para la acción.
Y ya
no puedes más.
También,
hay borracheras del alma.
IV
Son muchos los acontecimientos previstos
para llenar un corazón vacío.
Las citas, los deberes, las visitas,
las horas de gimnasio, las llamadas,
trabajar hasta la extenuación,
tener la casa impoluta
y la apariencia perfecta.
Vestir la frustración
con una amplia sonrisa
y salir a la calle.
Esconder los temores,
la debilidad y el llanto,
para embestir la vida
rompiendo moldes y muros.
Todo está bien, todo genial.
Pero los días pasan
y el aliento
se queda sin relojes.
No hay tiempo para llorar
hay que barrer la tristeza,
cumplir con los compromisos
y maquillarse el alma
para salir a la calle.
VII
Yo lo siento mucho
pero las notas de mi guitarra
se las come el tiempo.
Se acabó el servilismo:
no estoy para nadie.
Ahora tengo que ordenar mis penas,
es la mudanza del dolor.
El cambio.
La nueva era.
Quien me quiera que me deje.
Pues, si tengo pan,
yo me lo gané.
Dejadme devorarlo en soledad.
No quiero compartir esta resaca
pero tampoco esta felicidad insultante.
Quien me quiera que me entienda.
No puedo regalar más margaritas.
Dejadme.
Silencio.
Quiero llorar tranquila.
Martín Padilla, Kenia. Palabras en cadena. Poesía reunida (2010-2021). Madrid: Nectarina Editorial, 2021.
Si hay algo de lo que carecemos es de tiempo. Es la peor epidemia del mundo moderno. Del mundo occidental, quiero decir. Del mundo civilizado en el que nos ha tocado vivir, a los que hemos nacido en este lado. Es la calamidad de tener tantas posibilidades, tantas opciones disponibles, dispuestas al alcance de la mano… y, sin embargo, tantos requisitos, tantas expectativas, tantas obligaciones diarias. Exigencias que hay que cumplir si queremos vivir bien. Para poder llegar a ser ciudadanos de este mundo, que se mueve con dinero, hay que procurar, desde bien niños, enfocarnos a la vida laboral. Porque, de adultos, querremos comer a voluntad, tener un piso digno, vestir a la moda y vivir conectados. Y esas cosas se compran con dinero.
De otro lado, están los afectos. Los afectos también se pagan. Pero la moneda de cambio es bien distinta. Los afectos se compran con tiempo. Ninguna relación se forja en un instante, hay que ir hilando los apegos, las emociones, las afinidades. El roce hace el cariño, y la distancia, el olvido. Entablar una relación de cualquier tipo, de amistad, amorosa e, incluso, familiar, es una labor que cuesta muchas horas. El problema es que para tener dinero también necesitamos tiempo. He aquí la confrontación. Por eso es tan sumamente difícil conciliar la vida laboral y la vida personal.
El poemario “Resaca”, al que pertenecen estos tres poemas, refleja una suerte de agonía espiritual. Nos habla de una resaca física y una resaca espiritual. Igual que el cuerpo acaba exhausto tras una noche de fiesta, la mente se bloquea tras una noche de trabajo. Y, a menudo, no se trata solo de una noche de trabajo. La vida laboral nos reclama a diario, nos consume el tiempo. Son semanas, meses y años viviendo hacia afuera, cumpliendo con las obligaciones, manteniendo el tipo, conteniendo el llanto.
Por eso, a veces, necesitamos alejarnos de todo y de todos. No solo de la rutina. De las personas, también. Necesitamos llorar a solas, de alegría, o de tristeza. Aunque los demás no lo comprendan. Porque cuando no hay tiempo para todo, debemos priorizarnos. Aunque los afectos se forjen con tiempo, el ser necesita también de su propia soledad para sorberse las lágrimas. Para devorar el pan que tanto le ha costado atesorar, como un animal hambriento. Para ordenar sus penas y su casa. Para recuperarse. Para renacer, en fin, como ave fénix, con un cuerpo de papel.