MATER
Junto al rostro de todas las aldabas me arrodillo
para izar tu nombre,
no importa la clausura del viento ni el sosiego
que marcha a los confines,
las armaduras no son suficientes para tapiar la lluvia
—y aunque oscura es el alba—,
sus cantares me tienden la mano como si fuesen estrellas.
Las paredes miran en silencio —en un doble silencio—
y el anillo de la vida me cubre con tus manos.
Allí estás, allí estás, como si fueses una república invencible,
tu ausencia es un ramo de caoba y el regocijo
de una ambrosía recitando pastorales.
Ocultas en el cielo cual rincones alados tus caricias descienden
y no hace falta vigilar la noche —porque la noche eres tú—.
Mi nodriza, mi querida nodriza —hija de la nieve—,
tus labios me habitan en lo inacabado,
en ese arabesco que es murmullo y permanencia
y ni siquiera la Ausencia lo consigue detener.
Siempre serás mi Rimbaud, mi Federico, mi Huidobro, mi Alejandra:
me los diste como hermanos y en su aire respiro
—gracias por tanta bondad madre—,
por ser el perfil en el catálogo del sueño
y el canto que cubre mi alma en el Poema.
A Gregoria Ibáñez Modrego
Marín Ibáñez, Luis Ángel. Silencio: habla la soledad. Madrid: Ediciones Plutonio, NACE, 2020.
PRÓLOGO
LA REPÚBLICA DEL SER
Pasa el viento de la profecía herido por la verdad del mármol, pasa la estrella sin luz por el silencio condenado al fuego, pasa sobre huella de lo vivido la muerte, siempre antigua, de la nostalgia. Pasan los árboles abandonados y los pájaros de piedra por el horizonte rojo. Pasan los días de la plenitud y las noches de la impotencia. Pasan los vencidos vestidos de blanco y la iluminación de los dormidos en el exilio de su propia imaginación. Pasan las palabras que van a preguntar a la casa circular de la infinitud, y las que regresan de las cabañuelas del descalzo. Hay un hombre que grita desde un puente, hay un obelisco para el olvido y un espejo donde continúa la oscilación de la mar. Pasa el hombre de la espada y la mujer de pan, pasa el agua amarilla de los molinos de la envidia y el agua sin forma de la tristeza. Pasa la sombra lunar y las metamorfosis solares de la pureza y lo amado. Pasa el río del azar y el cometa de la utopía por la oscuridad del mundo. Pasa lo convocado a la asamblea del sueño, lo relativo a la creación del sonido en el barro de la esperanza. Pasa el habla de este libro sobre las lamas y las cuencas, sobre los oteros y las islas, sobre las piedras fulgurantes del mundo.
Hay un transparencia auroral en este libro de Luis Ángel Marín Ibáñez que nos devuelve al origen de las cosas, al lugar indescifrable donde el eco inverso de lo pronunciado retorna a la voz sin boca de la poesía. Lo análogo, la semejanza entre las visiones del fuego y la ceniza, lo hecho para la pasión de consumirse, la intensa duración de la brevedad y la perduración de la memoria. No la música de las esferas ante la usura del tiempo, sino la armonía del instante vocal ante la circularidad del lenguaje. Así el abecedario del amor como herencia de algo sagrado, de una desconocida presencia que habita la gramática del poeta, del iluminado por el relámpago, del acogido al sufragio de todas las estrellas. Un hombre solo oyendo a otro hombre solo, una rosa de piedra retalleciendo en la fiesta de los muertos.
Ese es el otro comprender, el otro estar en las formulaciones de lo diverso, en la nada obsesivamente poblada de mundos secretos, de patrias no mayores que un anillo, de extensiones no mayores que la brevedad inabarcable de este cielo. Todo aquí responde a un desorden regido por el orden cuántico de su propia materia lingüística, el perenne fluir del cántico, las raíces en la hondura luminosa de la paradoja, los dobles obeliscos, uno hacia la profundidad de lo vidente, otro hacia lo ya invisible de lo aéreo. Poemas no para desentrañar el misterio, sino para hacer del misterio un arte de vida, otra forma de resistencia frente a la muerte.
La libertad nunca envejece, escribe Luis Ángel, y su escritura poética responde a la proclama de ese grito, de ese aire que pasa derribando las falsas puertas que protegen la razón del mito. Son los materiales simbólicos de lo humano los que aquí se convocan, sin otra condición que la de asumir la realidad de un claro destino, hacerse luz, actores sumergidos en la niebla a modo de teatro sin telón, rayo y moneda, roca y laurel, las palabras como amantes giratorios en el vórtice del universo del poeta.
Diálogo con la experiencia de lo vivido, radical interiorización de una realidad tan turbadora como configurante del hecho poético, del suceso y las ondulaciones del lenguaje sobre las superficie viva de la memoria, esa otra mar, esa galaxia, ese inocente presagio de la eternidad y lo inmenso, la mansedumbre del paisaje volcánico y la memoria agreste de los memoriosos valles natales, lo contemplado por la imaginación en el cosmos de la escritura y lo ya solo existente como testimonio perdurable de las palabras arrancadas al vacío. En esa otra orilla vive el poeta, en los límites del conocimiento pragmático, guiado por la intuición y su redentor hallazgo en el poema. Allí donde nieva el sol y la liturgia de las olas prosigue el irredento párrafo de la existencia, el número dos tiene la perfecta realeza de la oscuridad, y de la inexistencia, el número dos reprenda la oquedad más recurrente.
Voces por el mapa del olvido, y voces también en la anticipación de la nostalgia futura son las que pueblan este libro de Luis Ángel Marín Ibáñez; voces espirituales en la trompeta de Louis Armstrong o en los pasadizos de la irrealidad, allí donde aún medita el viejo Whitman, delira el hombre con nostalgia de futuro cuando el jardinero del cosmos riega de noche sus estrellas y solo frente a los alcoholes el poeta da vida a su revolver.
Poesía no escrita para vencer, sino para hacerse palabra invencible ante la ominoso del mundo, frente a las fracturas de la razón y las grietas del sufrimiento humano. Poesía para repoblar el mundo de signos luminosos, con la bella herejía de la compasión frente a los actos de fuerza, en la asamblea civil de los nuevos dioses, cómplices como lo que son, personas, radiantes como la luz de los astros tutelares.
No hay claridad sin secreto, ni secreto incapaz de ser iluminado, escribe Luis Ángel, y su palabra, como un conjuro, penetra el corazón secreto de las cosas, la materia del olvido de la que están hechas las estatuas y las sombras muertas, allí donde ya, frente a todo abismo, la Soledad reabre el Tiempo incandescente. Es el reloj de las mariposas ante las grandes palabras de la duración el que aquí hace sonar su tictac de hojarasca y oro. Es Safo y es Dante, y los zapatos de Lorca abrillantados por un rocío que no es de este mundo, las manos tendidas hacia la compasión, la piedad coronando de laurel y niebla la casa del pensamiento.
Pasa la poesía con sus dedos de pan rozando la tierra quemada, pasa el viento por el caramillo de agua verde de las caracolas hacia una más alta epifanía, pasa el cuerpo de la escritura hacia la aldea de los conceptos, el razonamiento de la noche y el gran argumento solar, la inteligencia del lenguaje y la ardicia del alma. Son los poemas los diamantes negros de la tierra, son los cristales de aceite y la santificación de las resinas, la cristalografías del lenguaje creando a su voluntad las formas de lo más real, de lo más perdurable de la conciencia, el territorio libre de las ensoñaciones, el refugio moral de la vida donde el insomnio es el dios de la inocencia.
No es necesario comprender lo que supera cualquier otra forma de conocimiento, sino confiar de su mano en la metáfora del Ser, en la esencia de su naturaleza vocal, es decir, de su música mensajera, de su enigma y de su irrepetible encantamiento.
Aquí está, a la intemperie, respirando el oxígeno en su inmaterial óxido la conmovedora memoria de la existencia, entre soledades que buscan el signo de la hondura, como escribe el poeta, la irrealidad desnuda, lo invisible, el tránsito hacia una más reveladora conciencia, sobre los caminos donde la plegaria traza una senda hacia lo maravilloso y ningún cansancio agota la aventura del amor y de la inteligencia humana enfrentada a las figuraciones de lo ominoso.
Canto y balada, celebración y elegía, palimpsesto de voces y de ecos, la gramática de las libélulas y la aritmética del mar, tinta del alba y lámpara de Milton, la locura de Hölderlin y la desobediencia de Lautremont, los grillos de Mallarmé y su conversación sagrada con la tierra ingenua. Y la dignidad, la dignidad del Ser que se hace pensamiento al descender sobre los dominios del hombre, la mirada profética de las estatuas que lloran por un fuego que fue decapitado. Un libro para ampliar los horizontes significativos del porvenir, una límpida y conmovedora donación para la sabiduría del trigo (y) la utopía del viento. No otra razón asiste a los poetas de todas las épocas, los que con palabras prestadas por la infancia del universo nombran el más allá de la vida, el único lugar por donde se va y llega, de donde se regresa a través de los senderos prestados por la Muerte. Poesía para el encuentro en la libertad, para el combate de la desnudez en la rosa, para el logaritmo y el candelabro, para la liturgia de los caballos y los astros. No podría tener mejor destino la palabra, hacerse voz para dar nuevo nombre a la gran soledad y el efímero silencio, bello y terrible, del mundo. Justo, digno es celebrar, oír con Luis Ángel Marín Ibáñez la voz civil de estos poemas escritos, como todas las profecías de la hermosura, sobre la página del aire, sobre la lava impura, sobre las arenas del corazón y las sabias ondulaciones de cada anochecer marino. Pasa esta página, amanecerá ante tus ojos. Es la luz del silencio lo que oyes, la razón de la mar y de lo humano, la irrenunciable poesía del corazón de la tierra.
Juan Carlos Mestre