Todavía
me queda el miedo
como encajado,
como queriendo manifestarse
desde entonces.
Incluso tanto tiempo después, duele.
De niño no fui el niño que esperaba
y dejé esa edad, más bien,
me abandonaron a la infancia que nadie debe tener.
Secuestró aquel ambiente
alrededor de la regla
impuesta
la inocencia de muchos. También la mía.
Aquel claudicar del todo, recelo doblemente
oscilante entre gritos y golpes,
entre afrentas y golpes,
entre clase y clase, golpes.
En el pupitre —altar de sacrificios—
dejé de ser quien pude, la persona
en quien, quizá, me hubiese convertido.
Y aquí estoy, un tipo sin infancia.
El niño que fui anda perdido en quien soy
y me sufro un hombre. Me recuerdo
extraviado, con los ojos cuajados
de dudas:
¿Por qué tienen que ser las cosas de esta manera?
Y crecí. No sé cómo. Naturalmente, crecí.
Quizá fui yo el culpable.
Tal vez no supe. No sé.
Yo fui un niño,
más bien, pasé por niño, en realidad
me hice un hombre con pasado
hendido.