Capítulo 0
La luz se encendió de pronto y la súbita claridad le hizo daño. Llevaba tanto tiempo a oscuras que se había olvidado de que tenía los ojos abiertos. Estaba tirada en el suelo, desnuda. Las lascas de cemento y un frío helado se clavaban en su cuerpo. Probablemente tendría una pierna rota.
Una mano agarró su brazo y tiró de ella con violencia. No podía ver nada más que fluorescentes sucediéndose uno detrás de otro y paredes grises. Alguien la arrastraba por un pasillo interminable, desgarrándole la piel de la espalda. Sus gritos no sirvieron de nada. Otros gritaban más fuerte.
Tres escalones le trajeron la oscuridad de nuevo. También hicieron crujir su cadera. Las punzadas de dolor se multiplicaban. La sentaron en una silla y escuchó el chirrido de las patas metálicas de un taburete arañando el suelo. Se encendió entonces una bombilla frente a ella. El viejo la estaba mirando. Sonreía.
El tipo acercó sus manos al cuerpo de la chica y la palpó de arriba abajo. Respiraba con dificultad emitiendo un gruñido molesto, asmático. De vez en cuando hacía un chasquido nervioso con la lengua, como si quisiera despegarse un caramelo de los dientes.
Aquella piel, tan lisa y morena, le gustaba, pero tenía demasiados arañazos. Los miembros eran largos, escuálidos: no le servirían. Le llamaba la atención el pelo, quizá lo utilizaría más tarde. Se permitió un segundo para pensar con qué cuchillo arrancárselo sin producir demasiados desperfectos en el rostro.
No obstante, lo que codiciaba de ella eran sus ojos. Esos sí los quería. El viejo acercó un punzón al globo ocular.
Capítulo 1
El hombre intentó levantarse, pero, una vez más, cayó sobre el asfalto.
Aunque aún no la recordara, la paliza había sido brutal. El lado derecho de su cuerpo estaba completamente entumecido, era posible que tuviera la pierna y el brazo fracturados. No sabía cuántas horas llevaba tirado en aquella cuneta; sin embargo, presentía que, si no lograba levantarse, iba a ocurrir algo horrible. Decidido a continuar, se giró sobre sí mismo y gateó hasta el quitamiedos.
Aferrándose a la valla metálica consiguió al fin erguirse.
Se encontraba en lo alto de una loma. Abajo, el océano rugía al reventar contra las rocas del acantilado. El hombre apoyó los dos pies en el barro y se esforzó en seguir ascendiendo por la carretera. Mientras lo hacía, le asaltaban imágenes desenfocadas, ruidos y una marea confusa de voces.
«El viejo, busca al viejo».
Tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Apretó los párpados y maldijo en los dos idiomas que conocía. Debía recordar, tenía que hacerlo. Finalmente, sus rodillas cedieron y se desplomó de nuevo.
«Matt».
El grito de una mujer acudió a su mente. Reunió fuerzas y, con dificultad, se ladeó para apoyar en la tierra el brazo sano. Un camino sin asfaltar se abría ante sus ojos, un sendero embarrado que desaparecía tras un recodo. Se arrastró hasta ponerse de pie junto a la pared de roca que bordeaba el precipicio, con la mirada fija en la penumbra donde se perdía de vista el camino, como si desde allí le llegaran palabras y recuerdos que su mente no era todavía capaz de ordenar. La mujer, los disparos, el viejo…
«Corre, Matt, corre».
Un extraño sonido interfería entre todas aquellas voces repitiéndose constantemente como el estribillo de una canción infantil. Un chasquido húmedo, pegajoso.
Entonces, su mente lo reprodujo al fin con todo el horror que contenía. Sus músculos se tensaron.
«¡Yetch!».
Las piernas volvieron a flojearle y, extenuado, se arrodilló de nuevo en la cuneta. El dolor era insoportable, pero ahora ya sabía qué lo había llevado allí, sabía quién era y, lo más importante, sabía que apenas le quedaba tiempo.
Un rugido metálico quebró el silencio. En la carretera, varios metros más arriba, la reja de seguridad de un local acababa de ser abierta.
El policía se levantó y se dirigió hacia ella.
Aguerralde, Miguel. Última parada. Editorial Cazador, 2021.
Parece empeñado Miguel Aguerralde en lograr que el terror y la novela negra se den la mano, y casi hasta que se abracen, en sus creaciones, burlando los límites que la mera comisión de un crimen podría imponerle. Y de la mano de su personaje, Matt el Rojo, lo consigue con creces en un volumen en el que la investigación se vuelve tan importante como el propio papel que desempeña el asesino, un hombre de esos que podrían pasar desapercibidos entre una multitud, un hombre que hace de la psicopatía un verdadero arte.
Capítulos cortos y muy intensos en los que saltamos del sufrimiento de las víctimas, extremo hasta alcanzar unos límites que pueden rozar la náusea en el lector, a la vida de un policía que parece abrasado por el alcohol, las difíciles relaciones con su joven hija y la carga que sobrelleva a sus espaldas, la de encargarse de los casos de todas aquellas personas que han desparecido en Las Palmas de Gran Canaria.
No hay tregua, ni descanso, ni meandros en los que tranquilizarse, hay una sombra brutal que engulle a todo el que roza, hay instrumentos de tortura que harían palidecer al propio Sade, y hay un hombre que va sobreviviendo cada día, porque el motor que le impulsa es demasiado poderoso como para volverle la cara.
No contento con todo esto, Aguerralde ha completado el volumen con un novela breve, una precuela de Última parada, e incluso con un par de relatos que también tienen como protagonista a El Rojo, y en los que el autor madrileño rinde su particular homenaje a otros mitos de la literatura universal de terror. Sería injusto no prevenir al lector de la virulencia de algunas escenas, pero también hay que avisarle de que, sin ellas, estas historias no serían lo que son, y no provocarían la adicción de querer pasar otra página, ocurra entonces lo que ocurra.
Antonio Parra Sanz