VELORA
Para llegar a Velora hay que ir hacia el noroeste, salir temprano de la ciudad; con el carácter fortalecido por días de desamparo para aceptar la soledad del viaje, como se acepta la sordidez de los bares de carretera, los cambios de luz y de clima, de insectos y de sentimientos. Hay quien dice, como para darse ánimos o hacer una broma, que Velora está cerca; pero no es verdad, en realidad está lo bastante lejos como para que siempre se nos haga tarde cuando nos decidimos a buscarla, tan ajena como para que en cualquier momento un imprevisto lo eche todo a perder y nos rindamos sin empezar: «Vaya, tampoco podré ir hoy. Si la encuentro, ya será de noche y no valdrá la pena. Mejor lo dejo para mañana, para otro día».
Lo sé, oí esas palabras cientos de veces, porque la noche borra Velora de todos los mapas y nadie sabe dónde se la lleva, en qué país del pasado la pone. Nadie sabe si entonces, en la madrugada, hay borrachos o insomnes en sus calles, si los vecinos que duermen sueñan con sus burros muertos, caballos o con ranas y sapos que vienen de las grandes charcas del barranco, entran por la ventana e inundan la atmósfera con sus olores acres y sus quejidos bufos, volviéndolo todo denso y acuoso. La superstición popular dice que esos animales son almas condenadas a atormentar a los vivos.
Nadie sabe, nadie está seguro si en la madrugada se oye algo —gatos, voces, llantos, música de flautas— o solamente ese relámpago, esa tormenta que viene quejándose desde los pinares de Pedro Gil, aullando como un perro herido, para agitarla y moverla de un sitio a otro. ¿Quién fue el que dijo que los muertos se van más lejos cada noche? Debe de ser verdad. Yo creo que Velora es algo así, con muertos y también con vivos de los que nadie habla o se acuerda poco, borrosamente, porque los recuerda mal, porque los ha mirado con miedo o desconfianza, solo un instante, hasta que las caras se sobreponen unas a otras en un gran desorden.
El pueblito está muy alto, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, y cuesta llegar a él, rodeado de barrancos como sigue, desfiladeros donde los ojos se pierden como cosas de juguete que se van cayendo al fondo, y a uno le duele mirar porque son muy hondos y siente que la vida se le cae con los ojos y va a romperse allá abajo, en lo lúgubre, donde nada hay y no se ve nada. Velora: montes pardos, negros que lo levantan a un cielo del que siempre cae una lluvia menuda y triste, tan menuda y triste que casi no se aprecia; pero lo va infectando todo, volviéndolo frío y mudo como esas lápidas de cementerio que se cubren de hierba, y sólo si rascas un poquito con la uña puedes leer los nombres que, sin motivo aparente, un día, dejaste de oír en la infancia: Leonarda Boanerjes, Heriberto Encinoso, Macrina Orozco, Policarpo Oval (…)
Cabrera Cartaya, Iván. Vigilia en Velora. Santa Cruz de Tenerife: Obra Social de la Caixa, 2021. Premio de edición Isaac de Vega.